Apostada con mi mochila gigante en el lugar acordado, decidí ir hasta un teléfono público y llamar al número que me anotó Steffen en caso de que pase algo.
Atendió un hombre, y cuando pregunté por Azzedine, resultó que era él. Estaba en el auto dando vueltas buscándome a mí y al segundo pasajero que viajaba con nosotros.
Finalmente nos pudimos encontrar.
Azzedine lucía como un chico rico con el pelo cortado en una peluquería cara: era alto, morocho, tenía una remera blanca ajustada y rasgos árabes o algo así. Nuestro acompañante apareció a los pocos minutos. Yo le dije rápidamente que no había dormido nada y luego de acomodar la mochila en el baúl me subí a la parte de atrás del coche con mi almohada, mi mantita y mi view master. El otro chico que viajaba con nosotros se sentó adelante.
Dormir. Eso era lo único que podía hacer durante el viaje.
Cuando desperté, estábamos muy cerca de Hamburgo. Azzedine contó que justó ese fin de semana había un encuentro de motoristas y que probablemente veamos muchos por la calle. En el resto del viaje les conté que la noche anterior había estado de fiesta y que por eso dormí todo el tiempo.
Y entonces llegamos a la estación central de Hamburgo.
Me bajé del auto, agarré mi mochila, pagué los 25 euros, me despedí y pensé:
-Y ahora qué.
Entré a la estación, busqué una oficina de informes (lo cuál me tomó cómo quince minutos), pedí un mapa y una lista de hostels. Luego fui al pizza hut de la estación donde me compré una porción de pizza de muzzarella (o margherita como le dicen ellos), busqué un lugar donde sentarme (adentro de la estación había un patio de comidas con mesas y sillas) y me puse a estudiar mis posibilidades de alojamiento.
Al cabo de media hora, salí de la estación, me metí en un locutorio y empecé a llamar a los hostels más cercanos.
Terminé reservando en el más barato de la lista. Habitación compartida: 16 euros. Nada mal.
Me tomé el Ubahn hasta SternChanze, bajé y busqué el hostel.
Hamburgo, a diferencia de Frankfurt, es un poco más sucio y algo más caótico. El hostel se llamaba “instant sleep” y la habitación que ocupaba, recibía el nombre de “ecke” ya que estaba situada en la esquina del edificio, que constaba solamente de un primer piso. Había varias camas y cómo la gente que entrara o saliera de la habitación me daba desconfianza, metí todas, absolutamente todas mis cosas, en uno de los lockers que se hallaban en el pasillo. Aunque si tengo que ser sincera, debo decir que en esa primera instancia, prácticamente me pelee con el pequeño y angosto armario.
Una vez hube terminado con la burocracia propia del registro en el lugar, dejar las cosas, el depósito, el candado, etc. etc. etc., salí a pasear por el barrio.
El barrio en donde me encontraba se llamaba St. Pauli que es un pequeño vecindario donde las calles son angostas, las paredes están cubiertas de posters, pintadas y calcomanías. Hay mesas y sillas en las veredas de los bares y está lleno de locales para comer falafel.
Así que me agencié uno.
Luego fui al supermercado donde un chileno me reconoció el español mientras hacía la fila para pagar el agua que había comprado,
Y seguí caminando.
Estaba anocheciendo cuando pasé por debajo de una ventana de la cuál salía una música demasiado buena para ser en Alemania: Si, era P-funk.
Así que con mi botella de agua Volvic bajo el brazo, le hice señas a los dos hombres que estaban sentados en el umbral de la ventana (era un primer piso).
Les pregunté si podía subir, y así como si nada, entré a la fiesta.
Saludé a los de la ventana: se llamaban Daniel y Rupert.
Daniel tenía aproximadamente mi edad y estaba armando un cigarrillo con hash cuando llegué. Rupert tenía por lo menos diez años más y acababa de volver de viaje por
Era un apartamento que ocupaba casi medio piso. Los techos eran altos y las habitaciones, grandes, amplias, estaban casi vacías.
En la cocina había mucha gente y cerveza. En la habitación del medio, había un castillo inflable.
Fui, me tiré y ahí estaba él.
Seguí mi camino hasta el baño. La bañera estaba llena de botellas de cerveza.
Volví a la pista de baile donde la música se ponía cada vez mejor, y no me cansaba de festejar al DJ, Thurston.
Nos pusimos a hablar. Thurston tenía una camisa blanca con un dibujo de un dragón, también llevaba pantalones blancos. Me contó que estaban festejando con el vecino dos cosas: su cumpleaños por
un lado, y la mudanza de aquella casa, por el otro.
En un momento dado, alguien me ofreció hash. Una sóla vez había fumado hash y casi ni me acordaba. Así que acepté.
El hash es bueno. Genera siesta mental a los pocos segundos y luego se sienten nubes en la cabeza.
Es perfecto para bailar porque a uno le dan ganas de moverse con tanto humo en el cerebro.
Pero así como es bueno, también es efímero.
A los veinte minutos de haber fumado mis primeras pitadas de hash, descubrí que ya estaba en estado normal nuevamente.
Y no iba a tomar alcohol porque ya lo había hecho el día anterior.
“exotic latin american dancing bitch”: ese es el título que me adjudiqué aquella noche, ya que durante las primeras cinco horas no hice más que bailar aquella música que sonaba tan bien en esos parlantes tan grandes. Thurston no paraba de poner estupendas canciones para bailar y el hash no dejaba de circular. Durante algunas horas, fui la extranjera ridícula que baila como loca en una fiesta donde no la conoce nadie.
Hasta que las cosas empezaron a caerse como fichas de dominó.
Fue cuando estaba en uno de mis puntos de ebullición máxima con el hash.
Thurston le había comentado a varias personas mi atrevimiento al simplemente meterme en aquella fiesta donde no conocía nada excepto la música, y entonces, de repente, un rubio de 1,80 de altura me empezó a seguir a lo largo de las habitaciones de la fiesta. Hablaba español de la manera más torpe y aburrida que se pueda imaginar y en un momento dado empezó a asustarme ya que no se daba cuenta de que yo no quería ser quien le practique el idioma que había aprendido (mal) en la escuela secundaria.
Pero también era posible que todo fuera producto de mi imaginación debido a la paranoia que el hash pudiera llegar a generar.
En el transcurso de la fiesta conocí a Théo y a Houwaida, hermano y novia de Daniel respectivamente.
Théo estaba en el castillo inflable cuando entré a la fiesta y recorrí la casa por primera vez.
Houwaida llegó más tarde.
Y entonces estaba este tipo, el rubio que me seguía.
Y el hash seguía circulando, y no sabía si era la paranoia o que, pero me daba la sensación de que cada vez que le echaba una pitada a cualquier cigarrillo que me den, Rupert me miraba con gesto reprobatorio.
Y cuando me cansé del rubio, fui hasta Théo y le dije (en un inglés pésimo):
-Yo no sé si es el hash o que, pero me parece que ese blonde guy is following me
-No te preocupes, está todo en tú imaginación- dijo él.
Y entonces, en ese preciso momento, cuando Théo terminó de dar su diagnóstico, alguien me tocó el
hombro: era el pibe rubio. Théo hizo una mueca y yo me dí vuelta y grité. Théo también gritó (hizo “aaaa!!!” pero un poco más bajo que yo) y el rubio se alejó con una expresión de horror.
Y entonces empezamos a hablar.
Una cosa.
Dos cosas.
Tres cosas
Y
-Ya viste Hamburgo desde arriba?- Preguntó él.
-No- le respondí.
-Follow me- dijo.
Y entonces se generó una de esas situaciones espantosas que suceden cuando alguien se va con alguien con quien se supone no tendría que irse de una fiesta.
Y yo pasé la puerta y me encontré en el pasillo. Sóla, con Théo. Y lo seguí.
Subimos cuatro o cinco pisos por escalera hasta llegar arriba de todo. Él abrió una puerta y entramos a una especie de baulera.
Otra escalera. Una de mano, larga, insegura.
Y entonces: Hamburgo desde arriba.
Era maravilloso: toda la ciudad iluminada por la noche sólo con las luces del verano. Muchos edificios, la altura, la oscuridad.
Nos tiramos en el piso a ver las estrellas.
Éramos él, Hamburgo y yo.